El pan candeal es una de las
especialidades más apreciadas de nuestra tahona. Tenemos recetas originales de
hace más de 90 años, lo que demuestra que era consumido desde que nuestro
negocio abrió sus puertas a finales del siglo XIX. Además, las anotaciones nos
dejan ver que siempre fue un pan especial, pues era el más caro, muy por encima
de otros elaborados también con trigo, como los entonces llamados panes de
cabezuela, o los de baza; y por supuesto muchos más caro que los preparados con
centeno o cebada.
Nuestros parroquianos de toda la
vida lo demandan mucho, y para ellos disponemos de diferentes formatos: libretas,
chuscos, trenzas, panetones, etc. Nuestros pequeños candealitos, que preparamos
para restaurantes, son hoy en día nuestro mejor “agente comercial”. Nos han
dado ya muchos clientes.
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Uno de nuestros candealitos |
Preparamos el candeal todas las
noches, nada más llegar al obrador a las 5 de la madrugada. A las ocho salen
cocidas las primeras piezas. Lo hacemos así porque es la única especialidad tocada
por nosotros que no tolera la fermentación controlada (tampoco la congelación,
ni el precocido, ni nada semejante). Conste que somos unos firmes defensores de
las fermentaciones controladas, muy largas, en torno a las 15 horas. De hecho, casi
todos nuestros otros panes siguen ese proceso. Conste también que hemos visto
por ahí mucho pan candeal sacado de cámaras de fermentación controlada. Incluso
catálogos de precocido con piezas presuntamente candeales. Ahora bien, aunque
se pueden logran ciertos sucedáneos, en nuestra opinión la textura de la
corteza y la miga originales no tiene nada que ver con la conseguida en una
fermentación directa de entre 2 y 3 horas. Además, el matiz de acidez, presente
siempre tras una fermentación larga, no puede existir en el caso del pan
candeal, pues no le viene bien, ya que modificaría completamente el puro sabor a
cereal de su miga, siempre marcada por un dulzor extremadamente suave.
Estas propiedades técnicas tienen
su origen en la baja hidratación de las masas candeales, que rondan el 43%. Tan
poca agua ha dado todos los problemas del mundo a las empresas de congelado y
precocido. Ellas distribuyen un
pseudo-candeal mucho más hidratado que el auténtico, con más color, acidez... en
fin, que es un pan común, con una hidratación del 50%-55%, algo pasado por los
rulos para apretar un poco la miga.
El gran porcentaje de harina en
un auténtico candeal castellano, extremeño o andaluz, hace que el sabor sea inevitablemente
intenso sin necesidad de trabajar mucho los fermentos. Es justo lo contrario
que ocurre con piezas que necesitan un 70 u 80% de agua, como ciabattas o
baguettes. En estas últimas se requiere aportar sabor, o intensificarlo, con
gran cantidad de levadura madre y una muy larga fermentación. El candeal lo que
exige es que centremos nuestra atención en aportar una buen harina (como en
todo tipo de pan), un pequeño pie de masa bien tratado y un buen amasado
rematado entre rulos.
Traigo aquí este tema por la conversación
que, hace unos días, tuve en el Salón de Gourmets de Madrid con cierto
“divulgador del pan”, de cuyo nombre prefiero no acordarme, que echaba
auténticas pestes sobre el pan candeal. Este hombre, como muchos aficionados
actuales, se mostraba entusiasmado con las piezas de gran alveolado y cortezas
caramelizadas bien crujientes. Cuando le hablé del candeal ocurrió algo que me
dejó muy sorprendido. Me dijo que es un pan detestable, por haber sido
refinado, y que era un disparate consumir alimentos refinados. Le di entonces
una explicación que reproduzco aquí a grosso modo.
En primer lugar, hay que intentar
comprender muy bien las diferentes formas de utilizar actualmente la palabra
“refinar” dentro de la industria alimentaria. Generalmente, en todas ellas es
un eufemismo, que intenta evitar otros adjetivos quizás más exactos, pero poco
comerciales de cara al consumidor.
Así, muchas veces se refiere a un
producto que originalmente no sería comestible, pero que es tratado
industrialmente con el fin de adecuarlo a los parámetros establecidos por la
ley alimentaria para su uso y distribución. Tal es el caso, por ejemplo, de los
aceites o los azúcares refinados.
En otros casos alude simplemente
a productos sometidos a procesos que mejoran su conservación, prolongando así
su recorrido comercial. Esto ocurre con todas las leches y los lácteos en general,
que no se pueden distribuir si no son procesados según las normativas de la Unión Europea. También se hace con la sal, a la que se eliminan los oligoelementos y se le añaden antiapelmazantes. Dentro de esta misma
tipología hay otros alimentos que permiten una mayor flexibilidad. Por poner un
ejemplo cercano, la harina, cuando lleva el adjetivo “refinada” en su
etiquetado, indica que se han eliminado dos partes de las tres que componían el
grano original, a saber: el vestido o cáscara, por considerarlo poco estético,
y el germen, para evitar la posibilidad del germinado. Son todos motivos
meramente comerciales. Se busca así que el producto dure más tiempo, aunque
se sacrifica parte de su valor nutritivo.
Ahora bien, aclarados y
diferenciados estos puntos previos, si nos pasamos al trabajo del panadero,
encontraremos que el “refinado de una masa” es una expresión propia de nuestra
jerga profesional, que se refiere simplemente a una técnica de amasado, que
garantiza mucha densidad y homogeneidad en la miga. Consiste en apretar
repetidamente la masa sirviéndose de uno o varios rulos. No se trata de ningún
proceso químico, ni tiene nada que ver con los refinados industriales.
La adaptación de la palabra
“refinar” dentro del argot panadero tiene sentido si la entendemos como la
intención de hacer mejor algo ya excelente de por sí. Es decir, originalmente
se buscaba “hacer más fino o más exquisito” algo ya de por sí muy bueno. Esa
cosa tan buena era la harina más blanca obtenida del trigo, conocida como flor
del trigo. La flor es el primer polvo, el más sutil, sacado del primer cernido
de la molienda en cedazos bien tupidos. Su blancura hacía de ella el
ingrediente más cotizado en los obradores.
Debemos tener en cuenta que, en
tiempos pasados, estaba muy extendido entre las clases populares el consumo de
trigo de grano vestido (escañas, escandas y espeltas), cuya harina era
considerada de menor calidad por sus inevitables trazas de salvado. Sin
embargo, los trigos de grano desnudo sí permitían obtener una pequeña parte de
la molienda (la flor del primer cernido) libre de ninguna traza. Los cernidos posteriores
rendían las harinas de cabezuela (con salvado fino), y las harinas de baza (con
salvado más grueso y algo de hoja).
La flor es lo que los romanos
llamaban siliga, que reservaban para
elaborar su pan más excelente, el panis siligineus o panis primatius, caracterizado por la blancura de su miga. Sabemos
que era un pan bien compacto y denso, ya que nunca se describe ningún alveolado
(spongis), algo que sí ocurre con
piezas de harinas inferiores, como el panis
parthicus o el panis aquaticus. Es
evidente que los panaderos del Collegium
Pistorum fueron perfeccionando una técnica que buscaba resaltar en el panis siligineus la blancura extraordinaria
de sus migas. Querían compactación y homogeneidad dentro de un cuerpo jugoso. La
solución más sencilla consistía reducir la hidratación, al tiempo que amasaban
y formaban con fuerza para anular las burbujas del interior de las piezas.
Desafortunadamente, tal y como
argumenta el profesor Lorenzo Vanossi, en su Bibliografia italiana sulla farina, sulla pasta e sul pane (Editrice
tecnica Molitoria, 1964), estas técnicas se fueron perdiendo a lo largo de la
Alta Edad Media. La desintegración del Imperio Romano resulto desastrosa para
nuestro oficio. La atomización de Europa en señoríos feudales hizo que los
molinos de agua (los único que rendían harinas 100% blancas) no resultaran
rentables. En su lugar se volvió, en el mejor de los casos, a la pequeña molienda
en casa, donde se tomaba el grano completo, sin separar la cáscara. En otras
partes los cereales ni siquiera se molían; se consumían en forma de papillas,
preparadas con los granos puestos a remojo en agua caliente durante varias
horas.
Los siglos XII y XIII conocieron
un progresivo incremento demográfico y económico, pero todo se vino abajo en la
centuria siguiente, azotada por terribles hambrunas y por la Peste Negra. Para
hacernos una idea del desastre, según los registros de la Familia Real
Británica, la esperanza media de vida entre 1301 y 1325, momento de la primera Gran
Hambruna, era de 29 años. Pero es que se redujo hasta los 17 entre 1348 y 1375 por
los sucesivos golpes de la Peste Negra. En esas condiciones, nadie iba a poner
su grano en manos de un molinero, porque se arriesgaba a perderlo, o en el
mejor de los casos a que le diesen una harina viciada. El malagueño al-Saqati,
en su Kitab fi Adab al-Hisba
(s.XIII), habla sobre ciertos molinos movidos por animales, las attaḥúna, antecesoras de nuestras
tahonas, y nos comenta indignado que era muy frecuente entregar grano y recibir
harina adulterada con cal, yeso y huesos triturados. Tampoco puede extrañarnos
que el cronista de la Abadía de San Albano, en Hertfordshire, Inglaterra, cuente
con gran tristeza la visita del rey Eduardo II en 1315, pues no pudieron
encontrar a nadie en toda la comarca que le dispensase pan, ni a él ni a nadie
de su séquito.
Ciertamente hubo excepciones, como
los pequeños molinos de agua operativos para algunos monasterios que controlaban
grandes extensiones de tierra. Curiosamente allí sí se menciona el pan blanco o
candeal, que era siempre considerado un gran lujo. Una muestra son las reglas
de la Orden Gilbertina, que incluyen un apartado De pane delicato, donde se ordena consumir la harina sin tamizar,
tal y como sale del molino. Sólo se podría extraer la flor de harina los días
de fiesta para elaborar panes candeales (lat. candidus): “...ideo
stabilimus, ne in caenobiis nostris fiat panis candidus, ad delicias, nisi in
praecipuis festivitatibus; set grossus, id est, cum cibro factus” (Roger
Dodsworth, Monasticon Anglicanum,
1655).
Sólo las clases más altas podían
disfrutar de un buen pan candeal, tal y como relata Tomás Ramón en su Vergel de Plantas Divinas, (1611, f. 280v.):
“...puso en sus manos el pan candeal de
los Ángeles, que causa a los Reyes de la tierra mil delicias, para que lo
guardara, y [para que] el mismo se
nos diera después en manjar”.
En este sentido viene muy bien
traer una cita del Oneirocriticon,
obra del emperador bizantino Manuel II Paleólogo (1350-1425), donde nos dice
así: “Si alguien sueña con comer pan cándido
(gr. καθαρός), sepa que representa el sustento suficiente
para sostener su vida” (Steven M Oberhelman, Dreambooks in Byzantium, 2008).
El siglo XV, sobre todo en su
segunda mitad, fue el de la recuperación demográfica y económica en Europa.
También el de la aparición de nuevas rutas comerciales, monarcas poderosos, y grandes
reinos, con extensos territorios para controlar donde, de nuevo, se necesitaba especialización
en los oficios y grandes producciones. Volvieron a funcionar los molinos de
agua a pleno rendimiento y volvió a circular la harina más blanca. Es verdad
que siguió siendo un artículo de lujo, pero al menos no el sueño que pintaba Manuel
Paleólogo un siglo antes. Buena parte del clero, la burguesía, la aristocracia
y las profesiones liberales mejor remuneradas podían permitírselo.
En este contexto se extendió la
técnica del refinado por España, aunque no sabemos en qué fecha exacta. Sí hay constancia de que en el siglo XVI, en Castilla y León, y más concretamente en
Valladolid, fue donde se aficionó toda la corte española de los austrias al pan
candeal blanco y refinado. Aunque la corte era itinerante, tenía en la ciudad
del Pisuerga varias de las instituciones más importantes. Allí pasó largas
temporadas Carlos I y nació su heredero Felipe II, quien celebró allí su primer
matrimonio y tuvo a su primer hijo. Toda la impresionante corte que rodeaba a estos
reyes, los más poderosos de su tiempo, fue la que extendió el consumo del pan
candeal refinado por toda la península. Ciertamente, los panes de esta zona ya
aparecían alabados por su gran calidad en el Chronicon Albeldense (s.IX), pero eran piezas que no salían de allí. Sin embargo, con
los Austria españoles, todo cambió. Por ejemplo, el panadero Francisco Mateo, fue
contratado en Valladolid por los principales banqueros de la Corona, los
Fúcares, para acompañarlos por el Sur de España haciendo su pan. Fue así como llegó
la técnica hasta Andalucía, donde en poco tiempo habría verdaderos maestros
refinando masas blancas. El propio Carlos I, desde su retiro en el monasterio
de Yuste, empezó ordenando que le trajeran desde Valladolid este tipo de pan.
Después llevó un panadero fijo para abastecer al monasterio. Pronto encontraremos
panaderos especializados en Sevilla, Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca,
Segovia, Cáceres, etc.
Hoy en día el candeal es un producto
tratado de una forma muy curiosa por el público, al menos según nuestra
experiencia. El buen comedor de pan lo aprecia. De hecho, nosotros lo servimos
en formato de servicio para muchos buenos restaurantes. Algunos con “estrella Michelín”,
como El Bohío de los hermanos Rodríguez Rey, nos los piden cuando preparan bodas.
Sin embargo no es un pan “de moda”, ni apreciado por lo seguidores de los “panes
de moda”. Y no está de moda porque no interesa a la gran industria del
congelado, la que domina todo el panorama español. Ya he dicho que es un
producto que no tolera bien el precocido.
Tampoco nos parece a priori
seductor para un aficionado a hacer pan casero pues, sólo cuando se elabora, se
comprueba lo agotador que puede llegar a ser el luchar con una masa apenas
hidratada al 40% hasta lograr un buen amasado. Además, acto seguido, hay que
bregar con el rodillo, una y otra vez, refinando y refinando hasta lograr una
blancura bien llamativa y una textura sedosa, que sea muy uniforme, esto es,
apreciable no sólo en la superficie, sino también en el interior. Y todo esto
trabajando contra el reloj, ya que si el conjunto gasifica antes o durante el
refinado... ¡todo se estropea! Pienso que lo podría hacer un día, por curiosidad, pero no habitualmente.
En cualquier caso, lo que no
tiene sentido es intentar demonizar uno de los panes más típicos de nuestro país; y además con argumentos tan absurdos como
confundir un tipo de amasado (el refinado con rulos), con el refinado (s.e. procesado)
industrial de alimentos tipo azúcar, sal, aceites, etc. Tampoco diciendo que la harina blanca está toda tratada químicamente. ¡No! La parte más blanca de una molienda de trigo ecológico es la que obtenida con un cernido más fino.
Para aquellos que se animen a
hacer pan en casa, lo recomendable en este caso es un trigo de la especie turgidum, reconocida como blé poulard o touzelle en Francia; rauhweizen
y welscherweizen en Alemania; o river wheat y cone wheat en en los países
anglófonos. En España el tipo más habitual es el trigo redondillo, ya sea de espiga vellosa (triticum turgidum turgidum) o lampiña (triticum turgidum linnaeanum). Presenta
muchos nombres y clases según la zona de España en la que estemos: moruno,
moro, morisco, cañivano, sietespiguín, recio blanco, rubión blanco, barqueño,
jeja blanca, grosal... No obstante insisto en que, lo que da nombre a la harina
candeal, y por tanto al pan que se elabora con ella, es su blancura, más que el
grano del que proceda. Hace más de cuatro siglos, Sebastián de Covarrubias nos
decía así en su Tesoro de la Lengua
Castellana (1611, p. 186): “Candeal:
una especie de trigo que haze el pan muy blanco y regalado. Lat. Silogo, y del
mesmo pan se haze de la flor de harina, y le da el mesmo nombre, y le llaman
pan candeal. Díxose assí a Candore, panis siligineus”. Covarrubias es
particualmente interesante, porque era un autor que echaba mano de la etimología
popular, mezclándola con la clásica. Así, acierta cuando dice que el pan
candeal es lo mismo que el panis
siligineus de los clásicos, pero también nos dice que se aplica a cualquier
pan que “se haze de la flor de harina”.
Una vez tenemos la materia prima
clara, vamos con la receta:
1000 gr harina de trigo redondillo,
molturada en piedra, y de cernido muy fino.
400 ml agua
100 gr de pie de masa (también
sirve una biga)
16 gr sal
10 gr de levadura prensada
Apartamos la sal, la levadura y 100
gr de harina.
Ponemos el resto de los
ingredientes en la amasadora, siempre a marcha lenta, unos 15 minutos.
Incorporamos después la sal y la
levadura con la marcha rápida, tres minutos.
Incorporamos los 100 gr de harina
restantes y en apenas medio minuto paramos la amasadora.
La masa quedará separada en
pedazos, como a medio amasar. Debe tener una temperatura de unos 22 grados.
Metemos los pedazos en la
refinadora, hasta el límite que nos permita (porque sino no habrá un buen
refinado) y aquí terminará de elaborarse la masa.
Una vez que la masa está bien fina
y homogenea la sacamos (debe tener unos 26º) para dividirla y darla forma.
Ha que dejar fermentar de dos a
tres horas, con las piezas tapadas, aunque sin que la proteccción las toque
directamente (no vale cubrir con un paño, ni con un plástico). Tampoco se deben
encerrar en un medio sin ventilación o con demasiada humedad.
Es muy importante controlar la
corteza durante el fermentado. Al tocar las piezas con la mano, deben
estar secas, pero no acortezadas. La textura de la superficie es siempre jugosa
y brillante, pero no está húmeda al tacto.
Una vez fermentadas, tallamos con
un cuchillo bien afilado (nunca cuchillas). Si queremos que los cortes salgan
más suaves, podemos tallar antes de fermentar, o incluso en medio de la
fermentación.
Cocemos sobre piedra, con calor
que venga del suelo. 190 grados y 28 minutos para un chusco de 300 gr en un
horno casero. No hay que olvidar pulverizar agua sobre la pieza antes de
meterla. Además hay que tener un recipiente con agua dentro del horno, que
genere vapor durante toda la cocción.